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sábado, 12 de abril de 2014

JESÚS HISTÓRICO 5:ADORACIÓN DE JESÚS

Mateo contó que unos astrólogos buscando al Mesías, pasaron por el palacio de Herodes preguntando por su paradero. El relato anterior mezcla dos grupos de personajes, el primero los astrólogos que no tienen entidad histórica alguna, y el segundo Herodes que sabemos que sí existió. Algunos exegetas ven en ello una intención de dar realismo a unos hechos que probablemente no sucedieron. Como veremos, Herodes Antipas temió por su reinado fruto de un pacto con los romanos. Herodes el Grande nació en Ascalón el 73 a. C. cuando Israel todavía no era romano. No fue hasta el 63 a. C. que Roma invadió aquel territorio, una región que no paró luego de oponerle resistencia. Tal pugna por la sublevación hizo que el imperio buscara aliados entre las filas judías de su aristocracia. Así fue que el reinado de Herodes acabó afín a los poderes romanos por los intereses políticos de ambos. Herodes deseaba mantener el cargo de rey que se había ganado por la vía de las armas y no por el de la sangre real que no poseía. En el 37 a. C., y con dos legiones proporcionadas por Marco Antonio, Herodes conquistó Jerusalén. En cuanto se hizo con el poder ordenó ejecutar a cuarenta y cinco ancianos del órgano de gobierno judío, el Sanedrín. También arrestó a Antígono, el último rey de los judíos, para enviarlo a Antioquía, lugar de residencia de Marco Antonio, donde fue decapitado. Gracias a todo aquello el Senado de Roma nombró a Herodes nuevo rey de los judíos en el 40 a. C. Ser monarca por razones no hereditarias fue asunto que ciertamente preocupó a Herodes, sobretodo ante las profecías de tantos Mesías como corrían por aquel entonces, augurios que pronosticaban que alguno de la casa del rey David castigaría a los romanos y a todos aquellos que les hubieran apoyado. De hecho Herodes también detestaba a las castas reales judías. Poco después de subir al trono nombró como sumo sacerdotes a miembros de familias judías oriundas de Babilonia y Egipto desestimando las regentes aristocracias saduceas locales, las que según la tradición descendían del sacerdote que había servido al rey David y Salomón, Sadoc. Sólo cuando en el 6 d. C. Herodes fue destituido, las familias saduceas recuperaron parte del poder pasando a ser consideradas por el pueblo como una casta semita helenizada, corrupta y adinerada gracias a los diezmos que cobraban de los creyentes, impuestos religiosos que a veces arrancaban con la fuerza bruta. No fue nada extraño que en el 66 d. C., cuando los judíos se revelaron contra Roma, fueran y quemaran la casa del sumo sacerdote Ananías más sus archivos públicos para impedir el cobro de las deudas atrasadas. En fin, que los judíos odiaron a Herodes y a saduceos por obvias razones, mientras Herodes jamás estimó a los saduceos ni estos a él, de hecho todos los judíos acabaron odiando al rey por ser considerado un intruso extranjero de familia idumea, y no judía, al servicio de los intereses de Roma. Herodes el Grande fue sin duda un regente tirano, déspota y obsesionado por el temor de una conspiración. Por ello hizo ejecutar a su cuñado Hircano IV junto con su mujer al sospechar que ambos le querían usurpar el trono. De hecho, y durante su reinado, Herodes procuró, y de manera metódica, exterminar a todos los miembros de la dinastía real de Israel. Por otro lado, las guerras que mantuvo en contra las etnias vecinas fueron continuas y sanguinarias. Esas tensiones vecinales terminaron el 25 a. C. cuando dejó a todos sus enemigos fuera del campo de batalla y a muchos dentro de campos funerarios. A partir de aquel momento Herodes inició todo un plan de reconstrucción del reinado que jamás ganó la confianza de sus hermanos judíos, y ni mucho menos de su aristocracia, los sacerdotes saduceos. Estos permanecieron más fieles a la familia sacerdotal asmonea, tribu poderosa del momento, que al nuevo títere de Roma, Herodes el Grande. Aún así, Herodes afincó su poder construyendo una red de fortalezas y palacios donde situar sus tropas. En Galilea, tierra de Jesús, y a unos seis kilómetros de Nazaret, ocupó Séforis y la reconstruyó en pocos años convirtiéndola en una ciudad helenizada, fuerte e influyente. Pero para apaciguar a sus aborígenes judíos también ordenó la reconstrucción del templo de Jerusalén, centro de culto de todos los hebreos, corazón de su mundo y fortaleza que dominaba Jerusalén. Según el historiador Flavio Josefo, estaba casi enteramente recubierto de láminas de oro. El edificio era gigantesco, cinco veces más grande que el Acrópolis de Atenas, 144.000 metros cuadrados, algo que Herodes hizo para albergar los deseos de los judíos, pero también, y para no molestar al Imperio, el estilo arquitectónico fue gentil, es decir, griego y romano, más un patio de los gentiles que ocupaba las tres cuartas partes de la explanada del templo. Obviamente Herodes quiso agradar a Roma en todo ello, y en este sentido Herodes mandó colocar sobre la gran puerta de entrada el águila de oro romana, símbolo del poder y dominio del imperio. Consecuentemente este gesto de colaboración con Roma agradó al César pero desató la ira de muchos judíos. Estos se sentían humillados al verse obligados a pasar bajo el águila imperial para acceder a la casa de Yahvé. Dos prestigiosos maestros de la ley judía o Thorá, Judas y Matías, propiciaron que sus discípulos derrocaran el ave cerca del 5 a. C., lo cual no fue un ataque al templo, fue una provocación contra Roma. Herodes, colaborador del imperio, no le tembló la mano y mandó detener y quemar vivos a discípulos y maestros. Visto todo lo anterior, Herodes fue un rey cruel, un tirano y un acólito de Roma que jamás convenció a los hebreos, y menos con las buenas relaciones diplomáticas que mantenía con el imperio y con otros enemigos históricos de Judea, por ejemplo Egipto. Hay que mencionar en este sentido su matrimonio con Cleopatra del cual nació Herodes de Filipo. Ese fue uno de los muchos enlaces matrimoniales que contrajo el monarca. Fueron un total de diez los cuales le comportaron multitud de hijos que posteriormente compitieron por el reino, un reino burbujeante de Mesías sedientos por destronar a Roma y a sus compinches herodianos. Así pues, Herodes y sus herederos estuvieron temiendo durante todo su mandato una caída propiciada por los mesiánicos, por la aristocracia hebrea o por la misma Roma. La tradición judía conocía perfectamente la ambición del monarca y fue lógico que el miedo de Herodes dejara mella en la tradición popular que luego los evangelistas elaboraron. En el apócrifo Protoevangelio de Santiago, Herodes busca a Juan el bautista interrogando a su padre Zacarías. El rey, al hablar a sus mercenarios sobre el bautista, les argumentaba lleno de furor, “su hijo debe un día reinar sobre Israel”. Al final, y ante la negativa del padre por desvelar el paradero de su hijo, Zacarías fue asesinado misteriosamente, algo de lo que no se tiene constancia alguna. Tanto el pasaje anterior como el genocidio de Herodes en Belén surgieron de una mezcla de mitos y de realidades que fueron casados bajo el arbitrio de las creencias. Con posterioridad a los evangelios la tradición cristiana añadió más elementos. Mateo citó que unos astrólogos adoraron al Nazareno pero jamás indicó que fueran tres, ni hermanos, ni reyes, ni magos, ni de diferentes razas y naciones, ni que se llamaran Melchor (Melkon) rey de los persas, Gaspar rey de los árabes y Baltasar rey de los indios. Todo fueron elaboraciones tardías que al final quedaron recogidas durante el siglo VI en el evangelio apócrifo de los Armenios. Con el supuesto de los tres presentes, oro, mirra e incienso, se supuso que fueron tres los personajes. Más tarde, y durante el siglo XII, las presuntas reliquias de estos astrólogos fueron trasladadas a la catedral de Colonia en Alemania. Sin embargo, mucho más tarde, y cuando se abrió el sarcófago para examinarlo, se supo que sólo contenían los esqueletos de tres niños. La adoración de los reyes magos al Jesús de linaje real trajo consigo otra paradoja difícil de resolver. En los canónicos se cuenta que después de dos años del nacimiento del Nazareno, llegaron a Belén aquellos magos, realmente astrólogos en Mateo, cargados de dones. Pero, ¿por qué permaneció la Sagrada Familia dos años en Belén si existía la amenaza de Herodes a escasos kilómetros de allí? ¿No hubiera sido mejor esconderse por la lejana Galilea ya que era su tierra? Ante tal cúmulo de extrañezas cabe preguntarse que conseguía realmente la adoración de Jesús con el oro, la mirra y el incienso. Un acto así engrandecía la realeza de Jesús como el Mesías descendiente del rey David. Piensen que si Jesús no hubiera estado emparentado con la clase real judía, no hubiera sido creíble ante quienes esperaban que fuera el enviado de Dios, el Mashíah ungido de Yahvé. Las profecías debían cumplirse y para ello el Mesías debía proceder de la casa de David y nacer en Belén. La adoración de los reyes magos y el genocidio de Herodes reforzaban tal cometido. La ofrenda de los astrólogos respondió a un deseo del evangelista Mateo, el de regalar una apariencia de faraón al recién nacido Jesús. Si pensamos qué tenían de especial el oro, el incienso y la mirra nos daremos cuenta que sólo pretendían coronar a un Jesús de origen humilde, en fin justificar su futuro reino como Mesías. Oro, incienso y mirra fueron las mismas emanaciones del dios egipcio Ra. El oro era su carne, el incienso su perfume y la mirra su germinación. Visto lo anterior, la adoración fue simplemente una elaboración tomando préstamos culturales del antiguo Egipto, una metáfora para enfatizar el rol de rey de los judíos en Jesús. Para un semita del siglo I y II, cuando se redactaron los canónicos, tal ofrenda significaría claramente un homenaje a un personaje real y divino. Hay que aclarar que Jesús no fue descendiente del rey David. Tal afirmación sólo fue una elaboración evangélica con finalidades proféticas. El Mesías debía ser, y según las profecías, descendiente de la casa de David, algo que los evangelistas se apresuraron a escribir a pesar de las contradicciones que ello conllevó. Sirva de ejemplo que en los canónicos Jesús era de la casa de David por vía paterna pero en algunos apócrifos lo era por materna (Evangelio de Pseudo-Mateo). Toda la información anterior nos indica varias cosas. La primera, el Mesías, y según las profecías, debía ser hijo de David, pero no sabemos si lo era por la testosterona de José o por la progesterona de María. La segunda, que la iglesia primitiva era muy machista y sólo salvó de la quema aquellos evangelios, los canónicos, que dejaban a Jesús rey por vía de la testosterona. Y la tercera, los nombres y más nombres que dibujan la cadena de descendientes del linaje de David que los evangelistas exponen con todo detalle para demostrar la sangre azul de Jesús, no coinciden, es decir, los desconocían. Hay otro dato que indica que la matanza en Belén fue una elaboración para dar solemnidad y realeza a las profecías, y es que tal genocidio ya había sido redactado mucho antes del nacimiento de Jesús, era un calco de un mito antiguo. Según el teólogo Llogari Pujol y la doctora en historia Claude-Brigitte Carcenac en el relato egipcio del 550 a. C., El Cuento de Satmi, se explica como la sombra de Dios se le apareció a la mujer de Satmi, Mahitusket, para anunciarle que tendría un hijo que se llamaría Si-Osiris. Mahitusket significa llena de gracia, Si-Osiris hijo de Dios y Satmi quien acata a Dios. El paralelismo de estos tres personajes con la virgen María, Jesús y José (Lucas 1, 32-33) son un calco de ese mito egipcio. Después de la anunciación, el parto y la matanza en Belén, la Sagrada Familia huyó de Herodes hacia Egipto del mismo modo como lo hizo la familia de Horus, otro mito egipcio. Seth, como Herodes, quería matar a un primogénito, Horus, y a su madre Isis, pero esta escapa con la criatura de la persecución. Como vemos, y en el joven Jesús, se dan toda una serie de características que coinciden con otros personajes anteriores. El hecho de nacer de madre virginal, de concepción anunciada por los cielos, con orígenes reales y con poderes sanadores se halla en otros personajes de la mitología egipcia, romana y hasta judía. Ejemplos de ello fueron los faraones, Osiris, Atis, Dionisio y Yahvé, yo soy Yahvé, el que sana (Éxodo 15, 26). En resumen, y analizados todos los datos anteriores, vemos que en los evangelios se elaboró una imagen de un Jesús de estirpe real con oro, mirra e incienso en su adoración. Este añadido, más el recelo histórico de Herodes a perder su trono, fue mezclado con préstamos del antiguo egipcio. Al final, realidad y elaboraciones forjaron la fantástica historia del genocidio herodiano en Belén.

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